13 abril 2009

Backyard: el traspatio. (Carlos Carrera, México, 2009)


¿Qué mueve a un hombre a atacar sexualmente a una mujer? ¿Por qué, en términos generales, los hombres mexicanos muestran tanta devoción y apego a la madre y, al mismo tiempo, una saña, un maltrato constante hacia las mujeres, incluidas las de su propia familia?

En Backyard se aborda críticamente el tema de las muertas de Juárez. Plantea distintas hipótesis, desde el asesino serial hasta las mafias de trata de personas, pasando por los villamelones que violan y matan de ocasión. ¿Por qué las violan? Algunas causas de fondo pueden encontrarse en la ausencia de educación; en la religión que todo lo prohíbe y, por lo mismo, todo lo detona de manera incontrolable; en la inexistente cultura de respeto por el otro; en la falta de de autoestima y de capacidad de socializar con una mujer; en el estado de miseria en el que se vive en casi todo el país; en la venta de la justicia por unos pesos que no se pueden tener con un salario de servidor público; también en la inherente falta de expectativas en una sociedad voluntariamente desahuciada que repite generación tras generación los mismos patrones de conducta: ignorancia, miedo, machismo, abnegación (que alienta el machismo y lo alcahuetea). Pero todas estas posibles causas de fondo no justifican el muy y exclusivamente humano acto de violar y vejar por el mero gusto (?) de hacerlo.

Llama la atención una escena en la que Juana, una chica recién llegada de Chipas a la maquila, se quiere divertir, tras nueve horas diarias de trabajo robótico, bailando quebradita y conociendo hombres en las cantinas. Es entendible, pero también, en este contexto, frustrante reconocer que son muy elementales, muy cortos y hasta inocentes los horizontes de una persona confinada al aislamiento social y cultural en la provincia mexicana. Backyard-Traspatio se termina de ver como toda película de denuncia: con ira e impotencia; se verifican los estereotipos: la justicia vendida, el empresario blindado, la evidencia silenciada y el o la jodida, jodidos otra vez.

Uno piensa: si muchos crímenes se relacionan con las maquiladoras, y si en ellas hay maltratos y atropellos de todo tipo, ¿por qué no miles de mujeres dejan de ir a trabajar ahí para que la empresa cierre y se termine el círculo vicioso? La pregunta es retórica, como lo es también esta otra, ¿por qué tras más de diez años de muertas e impunidad, no dejan de ir las mujeres de Juárez a bares, cantinas antros y todo tipo de lugar donde se mezclen hombres y ambientes propicios para el ataque o la desaparición?

La historia fue escrita por Sabina Berman, Isabelle Tardán y Epigmenio Ibarra, quienes saben, como dice un personaje, que los horrores, tratados como cosa habitual en los medios, terminan por ser parte del ruido desinformativo de todos los días y evaporarse entre anuncios de cremas reductoras y risas de programas albureros. Una, tres o quince muertas más halladas al mismo tiempo, da igual, son cifras, casos que no le pasan a uno, ni le afectan, dice la gente. No hay detenidos, no hay pistas, no hay nada, más que chivos expiatorios y chayotes para la ocasión. Ningún gobernador hasta ahora ha respondido por este problema. Nadie los toca, nadie con autoridad les pide cuentas, y si se las piden son las mamás de las muertas, quienes son sólo fantasmas en el desierto. Todo queda en el cómodo reino que refiere el comandante (Alejandro Calva) cuando le dice a la investigadora (Ana de la Reguera) que hay tres frases básicas en Juárez que no debe olvidar: no hay, no se puede y no se pudo.

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